Friday, March 27, 2009

Margarita está linda a la mar

Tirada de panza sobre el asiento gris del coche, las piernas estiradas, los pies colgado a la altura de los calcetines para no manchar las vestiduras, siente a la altura de las costillas la presión dura del plástico y tornillos del artefacto ese en el que se enchufa el cinturón de seguridad. Las palmas de las manos cubriéndole los ojos como una venda húmeda, apretando fuerte, fuerte hasta que empieza a ver sombras de colores. También se alcanza a tapar la nariz, aislándose totalmente, llegando a un estado casi autista. Le gusta volverse autista, inerte, esconderse sin ver nada, sin pensar en nada, sin sentir nada.
Siempre lo hace cuando pasan por la salida a Puebla. En la carretera, ella anticipa el horroroso hedor de la basura a kilómetros de distancia. En cuanto huele que la ciudad comienza a terminarse se tumba de panza, a penas cabe, entre los bultos del viaje, y la sillita de bebé de su hermano. A veces se golpea la cara con los nudillos o se muerde el labio sin querer. Pero no le importa.
Es el hedor el que anticipa esa sensación estomacal de vacío sólo recreada cuando evoca hoy los lerdos ejercicios amatorios de un torpe compañero de cama. De ahí, a la distancia entrevé las casuchas de plástico y madera, los tambos de agua estancada, el hollín que deja el paso de innumerables coches y camiones. Pero puede tolerarlo levemente, como quién contiene la horcajada de vómito, por un segundo sabiendo que la siguiente será más fuerte y efectiva.
Al atisbar el primer perro sucio, flaco, pulgoso, se avienta al asiento; ahí intenta frenar la sensación de morbo que le genera esperar a ver a la niña panzona, mocosa, de pelo parado por la mugre a la orilla de la carretera. Fantasea con poner la mano en el cristal de la ventana para saludarla a la distancia, velozmente.
Con la cabeza cubierta por las manos, aprieta los párpados queriendo cortar el flujo de ideas al cerebro para no recordar a los personajes de su memoria, personas que le rompen el alma en pedazos y le hacen perder la fe, desde los tres años. No comprende por qué le fascina, la atrae y al tiempo la llena de miedo pensar que puede ser ella; que la descalza, harapienta y lacrimosa niña que rebusca no se qué cosa entre la basura puede ser ella.
La imagen de esa niña la atormenta por las noches, la obliga a comer su brócoli con pescado, a lavarse detrás de las orejas y dentro del ombligo, a rezar su ángel de la guarda mi dulce compañía y a forzarse a soñar.
Nunca más volvió a mirar por la ventana del vocho blanco de sus padres, nunca. Jamás permitió dejarse tocar por la posibilidad de entrever entre párpados y pestañas la mugre espantosa del tiradero de basura de la salida de Puebla y de sus habitantes, los pepenadores.

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